martes, 13 de mayo de 2008

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La primera casa en que vivimos quedaba en la Florida cerca de Puente Alto (como hace 16 años, cuando el asaltante pertenecía al centro y en general los grupos de jóvenes eran sanos). Recuerdo la manta azul escocesa con la que me envolvían, la lámpara a la que le hablaba, bajar escaleras sentada porque hasta bien grande no controlo eso que llaman equilibrio. Recuerdo que compartía el yogurth con Lucas, el perro gigante que atemorizaba a los vecinos pero que aguantaba que yo lo tratara como león de circo. De chica era conflictiva, blanquita y vestida de muñeca pero con modales peores que modelo anorexica. A veces me cuidaban los vecinos, la señora de al frente que tenía un perro flaquito y chico llamado Kuky, sólo yo tenía el privilegio de pisar el pasto y la única forma de que no escupiera tanta comida era viendo a la hora de almuerzo la Sirenita. Cada una hora sonaba aquel reloj kukú.

Nos fuimos de esa casa así como nos hemos ido de todas, sólo volviendo para cosas extremadamente necesarias.

Pasaron hartos años y sólo el domingo me pregunté cuantas veces más habrá sonado el reloj kukú, cuando volvimos a la casa de la vecina y ella estaba cansada y enferma, cuando el cesto de Kuky ni ella estaban, cuando aquel pasto sigue estando intacto porque yo era la única que podía pisarlo, cuando pasan los años y todos cambiamos, menos el afecto.

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